jueves, 19 de febrero de 2009

CUENTO MATEMÁTICO: LOS TRIÁNGULOS QUE ME SALVARON LA MANO

Cuento presentado al concurso de relatos breves que organiza la rsme, junto con Anaya y divulgamat.
He buscado matemáticas en mi vida cotidiana y surgió este relato. Espero que guste y gane algún premio. El relato está registrado.

LOS TRIÁNGULOS QUE ME SALVARON LA MANO

Ésta es una historia corriente, de gente normal, en un día cotidiano que no hubiera tenido nada de particular si no fuera por los triángulos que me salvaron la mano. No obstante, es una historia real y no imaginada.

Soy profesora de matemáticas y trato de inculcar a mis alumnos cierta simpatía por las matemáticas. Intento en todo momento que vean que las matemáticas están presentes a su alrededor. Intento ponerles ejemplos de cómo utilizar los más complicados conceptos matemáticos en su vida diaria. Intento en definitiva que desarrollen una visión matemática, además de la visión numérica o plana o espacial. Pero en esta historia fueron las matemáticas las que me dieron una lección de vida, que jamás hubiera podido imaginar, ni tan siquiera plantear a mis alumnos.

Además de profesora de matemáticas soy madre de dos niñas y esta historia se desarrolla en mi vida personal y particular, fuera de las aulas. Era un día normal, un día por la tarde. Me encontraba en mi casa con mis dos hijas de cuatro y dos años. La tarde estaba desapacible y no podía salir con las niñas a la calle. Sin embargo, no quería quedarme toda la tarde en casa. Decidí coger el coche e irme con ellas a un centro comercial próximo a casa. Las preparé, las arreglé y salimos por la puerta para coger el ascensor. Como todos los días, rete a mis hijas para ver quién era la primera que daba al botón de llamada del ascensor. Esta vez fue Marta, la mayor, quien llegó primero y apretó el botón. Como todos los días, se encendió el botón del ascensor y el motor arrancó, llevando al ascensor hasta mi piso. Como siempre, esperamos a que llegara el ascensor y entonces se abrió la puerta. Mis hijas entraron raudas y veloces peleando por ver quién entraba la primera. En el mismo instante que traspasaba la puerta del ascensor, recordé que no había cogido las llaves del coche. Le pedí a mi hija mayor que pusiera su pequeña manecilla en la célula foto-eléctrica que impedía que se cerrase la puerta, y le dije que iba a por las llaves del coche, insistiéndole en que no quitase la mano hasta que yo volviese. Regresé a mi puerta. Abrí a toda velocidad, siempre pensando en que no se cerrase la puerta del ascensor con ellas dentro. No estaba muy preocupada porque otras veces Marta había hecho lo mismo y siempre esperaba con su manecilla en la célula foto-eléctrica. No obstante, las madres tenemos la virtud o el defecto de ponernos siempre en lo peor. Cogí las llaves del coche y cerré la puerta. Mientras cerraba con llave, oí como Marta discutía con la pequeña Sara y ví desde mi puerta como Marta soltaba su manita de la célula foto-eléctrica para ir a jugar con su hermana. “Me da tiempo” pensé. Aceleré el giro en la postura de cerrar la puerta con llave y me dirigí al ascensor. Antes de que comenzara mi movimiento hacia el ascensor, observé que la puerta del ascensor se activaba para cerrarse. “Tengo que acelerarme”, me dije. En otras ocasiones me ha dado tiempo a llegar y bajando mi mano alcanzar la célula foto-eléctrica, consiguiendo que se vuelva activar el mecanismo de apertura de la puerta. Mi mente estaba preparada para realizar tal acción. Rápidamente me dirigí al ascensor. Llegué hasta la puerta cuando se encontraba a medio cerrar, metí la mano en la abertura de la puerta dirigiéndola hasta la célula foto-eléctrica. Pero a pesar de intentar llegar a la dichosa célula, no lo conseguí. Antes de que me quedara con la mano abierta pillada por la puerta del ascensor, pensé que sería mejor cerrar la mano en un puño. Así, cuando la puerta detectara que había algo bloqueándola e impidiendo que se cerrara se volvería a abrir. Por lo tanto decidí hacer esto último. Las niñas continuaban jugando en el interior del ascensor, pero Marta ya se había dado cuenta de que las puertas se cerraban.

- No intentes meter la mano – le dije a Marta para que se tranquilizara. Y, sobre todo, para evitar que se pillara la mano con la puerta.
- Mamá, que se cierra la puerta – me dijo Marta un poco angustiada.
- Ya lo he visto, pero he puesto la mano y cuando la puerta la detecte se abrirá no te preocupes – le conteste intentando estar lo más serena posible.
- ¡Mamá! A perta, a perta – dijo la pequeña Sara con su lengua de trapo.
- Ya abre mamá, Sara; estate tranquila con tu hermana.

El caso es que habían pasado unos segundos y mi puño cerrado seguía atrapado en la puerta del ascensor. La puerta parecía ignorar aquello que le impedía cerrarse. Yo intentaba mover mi mano, pero era imposible: estaba bien pillada y no podía soltarla. Notaba cómo la puerta seguía ejerciendo cada vez más presión en mi mano y que el dolor empezaba a hacerse más agudo en la misma. ¿Cómo era posible que la puerta no se abriera? ¿Qué podía hacer? Intenté tirar de la mano hacia afuera. Aunque las niñas se quedasen dentro, ya abriría después la puerta. Pero la mano no podía moverse; la presión era mayor. Comencé a ponerme nerviosa, pero tenía que aparentar estar tranquila para que las niñas no se asustaran. ¿Y si pedía socorro a algún vecino? Entonces recordé que mis vecinas habían salido con sus hijos. Era una hora de la tarde en la que nuestro piso solía estar vacio. Si comenzaba a gritar “socorro” para que me oyeran los vecinos de otros pisos, las niñas se iban a asustar y tal vez meterían también sus manitas intentando sacar la mía. Noté de nuevo otra presión en la mano. El dolor iba en aumento.

- ¿Mamá? La puerta no se abre – me dijo Marta con su vocecilla un tanto nerviosa.
- Ya lo sé, no consigo que se abra.

Yo comenzaba a desespérame. La mano me dolía cada vez más. Llegué a pensar que perdería la mano de esa manera tan tonta. Entonces pensé que la única manera de evit ar que la puerta me aplastará la mano, era indicarle a Marta que pulsara el botón que permitía abrir las puertas del ascensor.

- Marta, tengo la mano atrapada en la puerta del ascensor. Tienes que darle al botón que abre las puertas para que pueda sacarla – le dije intentando ser lo más razonable posible.
- No sé cuál es, mamá – me dijo Marta un tanto asustada.
- Es el botón que está debajo de los demás números – le respondí aguantando el dolor en la mano.
- No lo veo, sólo veo números.

Entonces me acordé de cómo era el botón. Tenía dos triángulos con sus vértices indicando hacia afuera, separados por una línea vertical. Probé a contarle cómo era el botón. La presión en la mano era insoportable.

- Marta es un botón con dos triángulos. Fíjate bien, son dos triángulos como los del cole. Por favor, apriétalo fuerte y mantenlo apretado. Con dos triángulo. Por favor, me duele mucho la mano. Tienes que apretarlo - le insistí a Marta, sin poder aguantar más.

Cuando creía que iba a perder la mano, sentí que la puerta cedía y que la mano se liberaba de la fuerte presión. Pasé al interior del ascensor y abracé a mis hijas.

Los triángulos me habían salvado la mano.

2 comentarios:

Antonio dijo...

Me ha gustado mucho tu relato. Es curioso comprobar cómo la geometría que se enseña en educación infantil ¡te salvó la mano! A ver si tienes suerte y te dan algún premio.

Eva M dijo...

Gracias Antonio,
El relato es real. ¿Te has animado para presentar tu blog al concurso?